La COVID-19 ha tenido efectos económicos y sanitarios devastadores en América Latina. Aunque la región solo alberga el 8% de la población mundial, ha sufrido más del 30% de las muertes por COVID a nivel mundial. América Latina también experimentó en 2020/21 la crisis económica más grave de todas las regiones, con una contracción del PIB del 7%, en comparación con la contracción mundial del 3,3%.

En este contexto, las respuestas de protección social, como las transferencias monetarias, son cruciales para salvaguardar el acceso a las necesidades básicas, como los alimentos y las medicinas, y pueden evitar las catástrofes humanitarias. A diferencia de países desarrollados como Alemania, donde la seguridad social alcanza a la gran mayoría de la población y el acceso a la vivienda, el saneamiento y las necesidades básicas están ampliamente cubiertos, en la mayoría de los países de América Latina hay importantes sectores de la población que trabajan de manera informal – alrededor de la mitad de la fuerza laboral de la región – y viven al día y en condiciones precarias. Cuando la pandemia estalló, los gobiernos estaban mal preparados para proporcionar paquetes de seguridad de alto alcance que activaron aquí, incluso tras haber decretado confinamientos de diverso rigor.

Aunque el riesgo epidemiológico era menor, los niños corrieron un riesgo singular desde el punto de vista social al brotar la pandemia. Casi la mitad (46%) de los niños ya vivían en pobreza, mientras que la cifra correspondiente a los mayores de 65 años era solo del 15%. Aunque en los últimos 20 años se había producido una importante expansión de los programas gubernamentales que proporcionaban a las madres pobres transferencias de dinero en efectivo a cambio de revisiones sanitarias y de la asistencia de los niños a la escuela, el alcance de los programas no se acercó a la amplitud y la suficiencia necesarias. Además, como las escuelas cerraron debido a la pandemia, los niños también perdieron sus comidas regulares proporcionadas por estas.

Dadas estas terribles condiciones, el último año y medio ha sido testigo de una rápida expansión de las medidas de protección social por parte de los gobiernos, sobre todo de las transferencias monetarias destinadas a proporcionar a los hogares vulnerables los medios necesarios para sobrevivir a estas medidas de distanciamiento social, así como a las crisis económicas que pronto siguieron a las otras medidas.

Lo que puede sorprender es lo dramática que ha sido la variación de estos esfuerzos de protección social, y no necesariamente en direcciones intuitivas. Brasil, a pesar de tener un presidente de extrema derecha que se burla abiertamente de los pobres, aprobó el programa de asistencia de emergencia inicial más completo de la región. La reforma fue impulsada por la oposición y aprobada por unanimidad en el congreso, dejándole al presidente ninguna otra opción más que aplicarla. Una vez entrada en vigor, la misma resultó en los niveles más bajos de pobreza extrema registrados en el país en julio de 2020. Desde entonces, la asistencia ha disminuido, mientras que la expansión gradual en Chile, también impulsada por la presión de la oposición sobre un presidente conservador reticente, ha llevado a un programa aún más amplio en ese país.

Mientras tanto, en el extremo opuesto, encontramos a México, donde una izquierda auto-declarada defensora de los pobres ha hecho poco para ayudar a los hogares vulnerables a sobrellevar los efectos devastadores de la pandemia. El gobierno no inició ningún programa de transferencia de efectivo a nivel nacional en respuesta a las dificultades de la pandemia de COVID-19. Como resultado, UNICEF informó en septiembre de 2020 que cuatro de cada cinco familias con niños no cubrían las necesidades nutricionales básicas. Con mis coautores, hemos documentado estas diferencias en las medidas de protección social en diez países latinoamericanos.

Además de la vacunación poblacional, la región se enfrenta ahora a dos retos monumentales y relacionados. En primer lugar, los gobiernos deben establecer un nuevo contrato social con los niños, para empezar a aliviar y reparar el tiempo perdido y las dificultades que han sobrellevado en los últimos dos años. Los cierres escolares físicos en América Latina han sido los más prolongados del mundo, y combinados con la inseguridad nutricional, el estrés mental de las familias y la reducción del acceso a la sanidad, los efectos han sido devastadores. La pobreza ha aumentado y el abandono escolar entre los pobres se ha disparado. Este nuevo contrato social requiere tanto una amplia inversión en transferencias monetarias para los niños, como el refuerzo de la cobertura de la educación pública – incluyendo jornadas completas, y extendiéndola a los niños más pequeños – y de calidad. La buena noticia es que los esfuerzos que los gobiernos han realizado para actualizar sus bases de datos al desarrollar nuevos programas de asistencia de emergencia pueden ayudar a ampliar el alcance tanto de las transferencias monetarias como de los servicios a las familias y niños vulnerables en el futuro. La mala noticia es que si los gobiernos no invierten inmediatamente en los infantes y en la juventud, se enfrentarán a varias generaciones perdidas, con efectos negativos incalculables no solo en el bienestar, sino, sobretodo, en el capital humano y la productividad. Las economías de los países se quedarán más atrás.

El segundo reto es aún más difícil: financiar el nuevo contrato social mediante un nuevo contrato fiscal. Cuando los gobiernos ampliaron los nuevos programas de emergencia, lo hicieron en su mayoría a crédito, dejando de lado las difíciles decisiones políticas. El dinero se ha agotado en su mayor parte, mientras que la necesidad de invertir en la niñez es mayor que nunca. El establecimiento de fuentes de ingreso sostenibles puede abordarse en parte mediante gastos más eficientes y progresivos. Empero, esto significa fundamentalmente ampliar la base impositiva. América Latina, como región, tiene una base impositiva mucho más baja que la de otros países con niveles de desarrollo similares, y las élites latinoamericanas también son notoriamente buenas para eludir los impuestos. Sin embargo, el único camino hacia sociedades más sostenibles y productivas es que las élites económicas y políticas se pongan de acuerdo para invertir colectivamente en el futuro de sus países.

Especialmente en los países más pobres, las élites nacionales no podrán salir adelante solas, y estos países deben recibir ayuda multilateral. El último año y medio no solo ha producido perdedores, sino también ganadores, y ahora que se ha acordado una reforma fiscal multilateral internacional, depende de todos nosotros garantizar que se aplique y se cumpla de una manera que beneficie a los más necesitados. Y esto debe hacerse antes de que llegue la próxima pandemia.

*Este artículo se publicó en la revista LAV Magazin 2021.

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