La competencia electoral ha sido una esfera históricamente dominada por hombres en América Latina y el Caribe. Aun cuando las mujeres son la mitad de la población, ellas no consiguen la mitad de los cargos de poder. De los 30,688 escaños por los que se ha competido a nivel legislativo nacional en 18 países de la región desde 1978, sólo 5,695 han sido ganados por mujeres. Ellas enfrentan múltiples violencias cuando quieren ejercer su ciudadanía y sus expectativas de poder ejercer voz pública encuentran -una y otra vez- resistencias de muchos hombres -y algunas mujeres- que las miran con desdén, las infravaloran y las obstaculizan para que no puedan ejercer el poder en igualdad con los hombres. Ellas deben constantemente luchar por sus derechos, aun cuando esos derechos están reconocidos formalmente en las Constituciones.

En las últimas décadas, esta historia de exclusión ha sido visibilizada y se han impulsado reformas institucionales para cambiarlas. La región ha conseguido -según datos de la CEPAL- incrementar el número de legisladoras en más de 33.6 puntos porcentuales en términos medios. En la práctica, más mujeres han conseguido un escaño, han presidido los Congresos, han participado en comisiones de todo tipo -duras y blandas-, han cabildeado por sus intereses y han impulsado proyectos e iniciativas que ponen en el centro mejorar las condiciones de vida de las mujeres. Su presencia desafía el orden establecido y supone una fuerte carga simbólica: se trata de compartir el poder en un mundo de hombres. Es cierto que aún no son todas las que deberían ser, pero son muchas más de las que había antes.

El derecho importa

Las normas legales han sido aliadas para reducir las brechas de género en América Latina. Sin las reformas políticas que cambiaron las reglas de juego, ellas no habrían accedido a las candidaturas. Esto resultó fundamental. Si las mujeres no están ubicadas en las listas como candidatas, resulta imposible que accedan a los cargos de representación. Como las dirigencias no las han ubicado por voluntad propia, entonces hubo que obligarles con la ley en la mano a que las listas tuvieran representación femenina. Hace más de tres décadas nuestras maestras se dieron cuenta que el modo en que las reglas exigen a los partidos ubicar mujeres en las candidaturas, en combinación con el sistema electoral, impactan sobre la representación descriptiva de las mujeres. Cuanto más exigentes sean esas reglas, mayor será la presencia de las mujeres en las instituciones legislativas.

Según los datos del Observatorio de Reformas Políticas en América Latina, desde 1991 se han realizado 45 reformas al régimen electoral de género en 17 países de la región. Si bien inicialmente se aprobaban medidas de acción afirmativa para exigir al menos el 30% de las candidaturas de mujeres; con el paso del tiempo los diseños normativos se han ido complejizando, buscando atajar las lagunas y vacíos normativos, de manera de evitar simulaciones y malas prácticas. El régimen electoral de género ideal es aquel que exige paridad de género vertical, horizontal y transversal, con mujeres en el encabezamiento de las listas; mandato de posición de alternancia y secuencialidad (cremallera); fórmulas completas con titulares y suplentes de un mismo género; principio de competitividad, para que la autoridad electoral pueda registrar cuáles son los distritos donde los partidos “siempre pierden” (distritos perdedores) y evitar que las mujeres sean ubicadas en ellos; ausencia de válvulas de escape -que permitan que los partidos no acaten lo que señala la ley- y sanciones claras y contundentes, que incluyen el no registro de las candidaturas por el incumplimiento de los requisitos que la norma establece.

En la actualidad, nueve países exigen algún tipo de paridad de género en el registro de sus candidaturas -Bolivia, Costa Rica, Perú, Ecuador, Argentina, Panamá, Nicaragua, Honduras y México-, aunque no todos los diseños son iguales ni sus resultados paritarios. Del otro lado hay países -como Guatemala- que hoy en día no incluyen ningún tipo de exigencia para que los partidos integren mujeres en sus listas.

Las leyes solas no alcanzan: se requiere sistema electoral amigable y movilización política activa

El régimen electoral de género mejora sus resultados cuando se combina con sistemas electorales “amigables al género” -de representación proporcional, distritos medianos y grandes y listas cerradas y bloqueadas- y cuando hay actores críticos, que trabajan de manera coordinada para exigir a los partidos que incluyan a las mujeres en las candidaturas y que monitorean y controlan que la ley se aplique y se interprete a favor de eliminar las desigualdades. En muchos casos, las numerosas lagunas legales y la supervisión laxa han creado oportunidades para que las élites violen, simulen o incumplan las exigencias del régimen electoral de género. De ahí que sea necesario acompañar a las reglas, con acciones claras y contundentes, por parte de los actores políticos.

La movilización política en torno a la ampliación de los derechos encuentra aliadas claves en la cooperación internacional, en las autoridades electorales, en las académicas y en las defensoras. De ahí que sea necesario el trabajo sororo y colaborativo de las mujeres diversas, buscando generar puentes y construyendo entramados de redes con el objetivo de detectar las simulaciones y generar aprendizajes que ayuden a identificar y superar los obstáculos que las mujeres enfrentan cuando quieren acceder al poder. Esos aprendizajes son trasnacionales, viajan de un país a otro y enseñan bien sobre lo que funciona (y no funciona) en materia de diseño institucional. Es más, en la mayoría de los casos donde se ha avanzado en la ampliación de los derechos de las mujeres es porque existe una “coalición amigable al género” activa, donde el movimiento social ha podido superar las limitaciones que le supone la disciplina partidaria y las diferencias ideológicas y han podido articular respuestas en torno a causas que les permiten trabajar conjuntamente.

La representación descriptiva es un valor en sí mismo … pero no es suficiente

El reto político, social y académico que queda pendiente no es menor. Una vez que las mujeres están en los escaños las evaluaciones que se hacen de ellas suelen ser diferentes a las que se hacen de los hombres -de quienes no se espera que representen una determinada ideología o intereses por ser hombres- y además reproducen estereotipos y dobles raseros que dan cuenta de que se suele esperar que las mujeres sólo representen un determinado tipo de agenda, -progresista y feminista-, cuando ejercen cargos. Las expectativas no solo les asignan una carga adicional, sino que le restan valor al principio de pluralismo y diversidad de la representación. Esta discusión en sí misma es muy relevante, pero -en lo acalorado del debate- resulta necesario recordar que las mujeres tienen derecho a ocupar posiciones de poder, no sólo por los cambios que pueden o deben materializar, sino por el mero hecho de ser ciudadanas.

La presencia de las mujeres en los espacios de representación tiene un valor intrínseco que -por sí mismo- contribuye al fortalecimiento de las democracias. Aun así, la representación descriptiva requiere de poder, agendas e intereses que se traduzcan en una mayor representación simbólica y sustantiva del poder. De ahí que lo que América Latina necesita son más mujeres en el poder, con poder, para cambiar la vida de las mujeres.

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