Los vínculos entre América Latina y el Caribe (ALC) en relación a Europa han sido históricamente estratégicos. Desde el “desencuentro” de la Conquista y el pasado colonial hasta las guerras de la Independencia, desde los tiempos de la subordinación informal a los imperios comerciales y financieros hasta los aluviones de los procesos de inmigración entre ambas zonas, desde los vínculos culturales e ideológicos hasta los fuertes involucramientos en procesos más contemporáneos, en una reseña que podría seguir largamente, los dos continentes han visto entrecruzadas sus historias de manera profunda y frecuente. Incluso la hegemonía norteamericana en el continente, confirmada desde la segunda postguerra hasta nuestros días desde formatos diversos, no puede entenderse en muchos de sus rasgos sino en relación a las trayectorias paralelas de las articulaciones latinoamericanas (o de su ausencia) con Europa.

En tiempos más recientes, la clave geopolítica de una inserción más autónoma de las dos regiones en el orden internacional con seguridad se hubiera visto fortalecida desde una asociación de perfiles estratégicos entre ambas. En relación al arraigo de esos vínculos, más allá de la suma de acuerdos birregionales, no puede negarse que ha habido inconsecuencias y miopías desde ambos lados. El nacimiento primero de la Comunidad y luego de la Unión Europea (UE), no solo ofreció un modelo integracionista con proyecciones más integrales, ambicioso, tan inspirador como no imitable. También habilitó la posibilidad de acuerdos de nuevo tipo y de una dinámica de triangulación relacional más conveniente con la tercería siempre gravitante de los EEUU.

Desde hace ya algunos años es bien sabido que China se ha convertido en el principal socio comercial de la mayoría de los países sudamericanos, superando a la UE pero también a los EEUU, que en los últimos tiempos ha ostentado un interés muy restringido en la región, con ausencia de una política estratégica. Estos y otros cambios se inscriben en lo que José Antonio Sanahuja ha conceptualizado como una crisis de globalización, con fuertes consecuencias geopolíticas, que se ha visto agravada con la erosión simultánea de las instituciones multilaterales. Estos fenómenos, con orígenes diversos, pero que se relacionaban con la crisis global de 2008 y el creciente rechazo al impacto de la globalización comercial en las sociedades noroccidentales, se aceleraron no solo con la pandemia sino con procesos como el Brexit o la victoria de Donald Trump en Estados Unidos. Tal vez en su momento de mayor desintegración e incluso de debilidad del regionalismo de su historia contemporánea, ALC ha observado estos contextos recientes desde una situación de marginalidad y de crisis profunda. En este marco tan severo, resulta un dato de la realidad que la política internacional más reciente de la UE ha buscado reposicionarse como un bastión de defensa del multilateralismo, en defensa de un orden basado en reglas compartidas a nivel global. En esta situación, ¿puede ser esta una coyuntura propicia para un nuevo acercamiento estratégico entre ALC y la UE, con consecuencias favorables para ambos bloques? Sin ingenuidad ni exceso de optimismo, en nuestra opinión existen buenas razones para empujar esa posibilidad desde ambas zonas, en particular desde ALC.

Pese a que los vínculos históricos entre ALC y la UE admiten un balance crítico, con la constatación de “debes” y de oportunidades no aprovechadas en plenitud, cabe también apreciar los no pocos logros obtenidos. Como una muestra no menor de ellos, puede referirse la realidad incontrovertible sobre que la UE presenta acuerdos con 31 de los 33 países que componen la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), lo que convierte a ALC en la región que ha desarrollado más vínculos institucionalizados con la UE. Desde estos acuerdos, más allá de las críticas que puedan merecer sus contenidos o sus omisiones, se ha podido potenciar la ampliación de mercados, la atracción de inversiones, el despliegue de la colaboración en múltiples temáticas (acción climática, transformación y modernización productiva, ciencia y tecnología, etc.). Esa red de vínculos de nuevo tipo y la necesidad de su profundización se ven hoy fortalecidos ante numerosos procesos de magnitud planetaria. En esa dirección pueden destacarse la necesidad de respuestas integrales ante los impactos de la pandemia, con el crecimiento exponencial de demandas en diversos rubros. Este acontecimiento, cuyas causas provienen en muchos sentidos del orden vigente con anterioridad, ha provocado el aceleramiento de transiciones ya existentes pero que hoy adquieren una dimensión acuciante e insoslayable: transformación productiva y transferencia tecnológica en procura de un imprescindible nuevo modelo de desarrollo pospandemia; la exigencia inaplazable de cambios genuinos en términos de sustentabilidad ecológica en sustitución de los proyectos extractivistas; mejora en los niveles de competividad a través del impulso a la digitalización; convergencia en las políticas y en las normas en materia de derechos sociales, de descenso de la pobreza y de la desigualdad; entre otros muchos.

Sin embargo, en más de un sentido, la interlocución de ha visto debilitada por fenómenos internos en ambas regiones. Tomando como ejemplo el caso del Mercosur, aun con la confirmación del acuerdo todavía en discusión con la UE, aprobado “en principio” en 2019, resulta dudoso que pueda actuar como un catalizador efectivo para el desarrollo de una política de autonomía estratégica. Las enormes debilidades del regionalismo latinoamericano, de las que el Mercosur no escapa, problematizan este escenario. En particular, la deriva autoritaria y errática de Brasil bajo el gobierno de Bolsonaro, que en el plano externo intentó desarrollar una política de “nacionalismo de subordinación” con la administración Trump, ha limitado fuertemente el potencial de su liderazgo intrabloque, condición necesaria para una actuación más vigorosa del Mercosur. Si a esto se agrega la cuasi permanente dificultad de Argentina para estabilizar su macroeconomía o las renovadas propuestas de avanzar en TLCs (Tratados de Libre Comercio) solitarios con potencias extrazona (como es el caso de la iniciativa anunciada por Uruguay en 2021, que hasta el momento solo ha concitado críticas de sus otros socios), queda a la luz que el bloque no parece contar en estos momentos con bases mínimas para el relanzamiento efectivo de una actuación autónoma-estratégica en el plano internacional. Dicho esto, desde una perspectiva más modesta y realista, el acuerdo sí podría ser una herramienta para la búsqueda de una política de no alineamiento activo, muy necesaria para la región a la luz de la creciente rivalidad internacional entre Estados Unidos y China, así como respecto a los fuertes lazos de dependencia que el continente mantiene con ambos. La posibilidad de concertar con la Unión Europea algunas posiciones que eviten costos derivados de la necesidad de apegarse a las demandas de uno u otro actor en esta disputa, constituye sin dudas un aspecto a explorar. El señalamiento específico de muchos temas a este respecto pone en la agenda que el aprovechamiento de oportunidades para un acercamiento estratégico auténtico requiere de una voluntad política especial, desde nuevas visiones y con actitudes proactivas desde ambos bloques.

Una vez superada la fase más crítica de la pandemia, la insatisfacción económica, que seguramente adquirirá proporciones crecientes, testeará de modo muy especial la capacidad de resiliencia de los ya deteriorados sistemas políticos latinoamericanos. Y no resulta claro que los escenarios emergentes se correlacionen con el reforzamiento de las democracias en ALC, en particular en un continente en el que la militarización de los Estados se ha acrecentado en la mayoría de los países, con derivas autoritarias de signo diverso. Las capacidades gubernamentales para implementar de forma efectiva un necesario aumento de la inversión pública, así como para gestionar de manera inclusiva las tensiones distributivas, particularmente evitando una profundización de la desigualdad, en un contexto de crecientes restricciones, serán claves para mantener dinámicas políticas que eviten la polarización social y mantengan niveles adecuados de institucionalización. Para ello, los países que cuenten con una institucionalidad previa más sólida, así como con canales de representación política más consolidados, seguramente encontrarán mejores condiciones para procesar las tensiones y descontentos dentro de un marco político democrático. Sin embargo, la mayoría de los países de la región no parece contar con tales condiciones, por lo que la pandemia conlleva el riesgo de una profundización extendida de la inestabilidad política. También en esa dirección, pese a sus dificultades internas, el acompañamiento cercano y estratégico de la UE puede cumplir un rol decisivo.

En suma, la pandemia del covid-19 y sus impactos, en más de un sentido, pueden ser configurados en su conjunto como un observatorio privilegiado para una mirada más “larga”, en tanto interpelación exigente para el conjunto de América Latina en relación a sus vínculos con la UE. Incluso puede constituir la posibilidad de una inflexión, aun cuando las incertidumbres todavía en curso no permitan vislumbrar con seguridad un rumbo definido. La mayoría de las pistas de análisis parecen converger —tal vez desde niveles diferentes— en una perspectiva de agravamiento de lo que ya era una situación crítica en términos generales en América Latina. Los datos más recientes resultan ilustrativos de estas tendencias. A este respecto citemos tan solo algunas informaciones que se han hecho públicas en este último mes de enero de 2022: en su Informe Anual, la institución Human Rights Watch ha alertado sobre un “retroceso de las libertades” en ALC, al tiempo que ha señalado que el continente “está enfrentando algunos de los desafíos más graves en materia de derechos humanos en décadas”; el FMI rebajó a la baja (2,4%) su previsión de crecimiento económico para el año en el continente, discontinuando la fuerte recuperación verificada en 2021 (6,2%); por su parte, la CEPAL acaba de advertir sobre la posibilidad cierta de una “crisis social prolongada” en la región, con un cambio de tendencia que significaría un retroceso a “situaciones de hace 27 años”, con una pobreza del 32,1 % (201 millones de personas) y una pobreza extrema incrementada al 13,8 % (86 millones de personas). 

Esta fuerte asimetría que se perfila entre los datos y las tendencias de ALC y de la UE, se podría interpretar en la perspectiva de que no hay asociación estratégica posible en estos contextos críticos y que lo único que queda es la apelación al aumento de la cooperación. Sin negar la trascendencia de esta última, pensamos que esa mirada resulta restrictiva y parcial y que lo que se impone en los actuales contextos es una asociación estratégica entre bloques que actúen con las exigencias de un acuerdo entre pares, aunque diferentes. La perspectiva de asociaciones flexibles, tal vez más modestas pero orientadas efectivamente a la autonomía estratégica de las dos regiones y al refuerzo del multilateralismo, resulta indispensable para afirmar las estrategias de inserción internacional de ambos bloques. El nuevo contexto emergente frente a la crisis de la globalización, profundizada por la pandemia y la rivalidad persistente entre Estados Unidos y China, configura así en nuestra opinión una oportunidad para relanzar asociaciones de este tipo y proyección, recíprocamente exigentes y sin paternalismos.

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